Escritor
Se pone delante de miles de personas, solo, medio tapado con un piano, y empieza a acariciar las teclas mientras canta. Con los ojos cerrados, y con Sevilla de coro. Es imposible seguirle el ritmo porque va a su aire, debajo de esa carpa que parece literalmente un invernadero. Pero no, es una burbuja.
En los tiempos que corren, donde el mundo parece estar yéndose al mismísimo infierno un día sí y otro también, la evasión es necesaria, imprescindible. Y a veces egoísta, por supuesto, porque precisamente, con la de problemas que tenemos ahí fuera, dejar de pensar en ellos para olvidarnos del mundo puede llegar a ser catastrófico. ¿Y quién aguanta el dolor de Gaza, de Ucrania, de tantos otros conflictos olvidados porque no son noticia, sin evadirse siquiera un rato, dejándose llevar por la música? No sé ustedes, pero si es por mí, yo no podría soportarlo.
En mi burbuja, la que me creo cada vez que voy con los cascos por la calle, la que se genera a mi alrededor cuando estoy en un concierto, o incluso escribiendo con música de fondo, no hay lugar para el terror y el horror. Es como ese espacio seguro que todos necesitamos a veces, construido en base a una pulsión que no tengo problema en admitir que es obsesiva, al menos en mi caso. La música me transporta, me eleva, me hace inmensamente feliz. La mía, la propia, y la ajena. La que hago en mi habitación sintiéndome el más inútil del mundo y la que interpreto con mis compañeros delante del público. No puedo evitar el dejarme llevar, no sé hacerlo de otra manera, y a estas alturas tampoco espero que lo entienda cualquiera que sea ajeno a todo esto.
Tal vez por eso conecto así con el tipo del piano. No es que me guste su música más o menos, va mucho más allá de eso. Es sencillamente tener la sensación, estúpida y vergonzante, no lo niego, de que alguien está sintiendo la música igual que tú, y sobre todo, que no tiene miedo de mostrarlo. Hoy, que todo es apariencia, que todos nos hacemos los fuertes, los empoderados y los formales. Hoy, que la locura ya no se entiende como sinónimo de alegría, dejar un poco de espacio en esa burbuja para momentos así es una manera tan válida como cualquier otra de sobrevivir a esta entropía infinita.
Ahí afuera todavía colean los gritos de las manifestaciones. Los lamentos por el resultado de un partido que, por otra parte, no nos va cambiar la vida a ninguno. Ahí afuera la gente sigue muriendo bajo las bombas, y el hambre todavía se lleva a niños en muchos lugares del mundo. Es una realidad que no deberíamos olvidar nunca, porque sigue estando en nuestra mano el cambiarla. Pero esta noche, por un par de horas, la burbuja se ha convertido en un reducto de amor, valentía, empatía y cariño. De gente que no tiene miedo a querer, aunque duela. De personas que tal vez mañana, cuando se levanten, estén dispuestas a volver a mirar a la cara a esa oscura y trágica realidad y pensar “es hora de hacer algo”.
El mundo se cambia de dentro afuera, y la burbuja de cada uno debe ser su lugar sacrosanto, donde recuperarse, donde prepararse para salir afuera y enfrentarse a lo que haga falta. Si la tienen, no la pierdan. Y si no, busquen su propia burbuja, no para encerrarse en ella, sino para sacar de allí todo lo bueno que este mundo necesita, hoy más que nunca.